Era soltera y tenía 36 años. Vivía sola, se mantenía sola. Llevaba una vida muy solitaria.
Alquilaba lo que apenas podía con su pequeño sueldo, un apartamento en un barrio humilde. Su nombre era Magdalena…
Se caracterizaba por ser muy trabajadora y su rutina laboral diaria era de ocho a nueve horas diarias, sin parar siquiera para almorzar.
Era una persona normal. Parecía no tener problemas, pero Magdalena se caracterizaba por temer a cosas esotéricas. Tanto miedo le causaban, cuando se reunía a veces con las pocas amigas que tenía, y se tocaban estos temas, que huía despavorida.
Temas como brujería, fantasmas, o cosas pertenecientes al mundo diabólico, -por llamarlo de alguna manera-, le producían verdadero terror.
Hacía varios meses que Magdalena estaba viviendo un verdadero calvario que no podía comentar ni siquiera con sus amigas, por tener certeza que sería tildada de loca.
Lo pensó muy bien, y cuando no pudo más acudió a un psiquiatra que no hizo más que mandarle “descanso” y decir que todo lo que ella planteaba, se debía a su excesiva tarea y al poco reposo que hacía su cuerpo. Lo único que dijo el especialista fue eso, sumado a unos comprimidos que lo único que lograron fue agravar el problema.
Magdalena se sentía “perseguida”. Tenía criaturas en su mente, y en el único lugar donde estaba tranquila era su oficina. Allí vivía tranquila. Pero al finalizar la jornada laboral, cada día se transformaba en una tortura. Sentía la respiración de algo o alguien en su nuca. Era como que tuviera personas pegadas a su cuerpo que no la dejaban en paz.
Un día, a la hora de irse, empezó con pensamientos de tipo:
“¡Tengo miedo que algo me ataque y yo no tener testigos de esto que no sé qué es!” “¿Por qué me siguen a mí?” “¿Qué hice de malo Dios?” decía, mientras regresaba a su casa casi corriendo.
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta de casa, su corazón parecía paralizarse, pero se decía a sí misma que se tendría que controlar, que no podía vivir así. “Todo es producto de mi imaginación” decía mientras se dirigía a su dormitorio, para ponerse el piyama y acostarse lo antes posible.
Se acostó, pero no hubo caso, por más que quiso ignorar a la sombra, ella seguía enfrente suyo. No se movía, y era como si quisiera atacarla.
¿Qué querrán de mí? Se preguntaba mientras simulaba dormir.
Pensaba para sí, qué tonta había sido al rechazar la propuesta de matrimonio de Martín, un chico apuesto de la oficina… Era bueno, pero ella no lo amaba. Tampoco a Luis, que también hace años le propuso una relación
-“¿Por qué fui tan selectiva”. “Ahora no estaría tan sola, y alguien más podría ver la sombra que me persigue”- se repetía una y otra vez.
Cuando por fin apagó la luz que aún permanecía encendida y quedó solamente la portátil que siempre dejaba prendida por las noches, intentó dormir, pero el sueño no llegó. El miedo no se lo permitía.
“Las malditas criaturas no se van, y mi cuerpo se congela del miedo… ¡Será otra noche que pasaré en vela!”. – Se decía-
Cuando por fin logró dormitar un poco, la despertó el reloj de pared con sus campanadas.
Sacó fuerzas de lo más profundo de sus entrañas, y juntó coraje para levantarse. Lo primero que vio fue a la sombra en frente de ella. Esta vez notó que se acercaba más y más y parecía que esta vez no tendría escapatoria.
A la mañana siguiente un vecino golpeó a su puerta. Al ver que Magdalena no abría la puerta se extrañaron. Esperaron un día más, pues siempre la veían cada vez que iba a trabajar y cuando volvía de su jornada laboral. Pero no la vieron. Y llamaron a la policía. Y encontraron a Magdalena tirada en el piso con los ojos inundados en una expresión de terror y encima de sus pies había una percha grande, que por tanta ropa que tenía, había caído por el peso.
¡Esa era la sombra que Magdalena veía!
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