“La esperaban los angelitos a los que no dejó nacer. La habían rodeado alegres, visiblemente alegres…”
De todas las historias publicadas en la serie “Escalofriante”, la siguiente narración hace honor a este título, pues sin duda es la más aterradora que he leído; sólo una mente enferma podría matar con tanta saña. ¿Acaso la ambición por el dinero hacía perder la conciencia y el juicio a una persona a tal grado de no sentir remordimiento alguno al ver morir a un ser indefenso?
Corrían los años cuarenta en la Ciudad de México, cuando se escribía una historia estremecedora, de horror, que superaba la ficción en calles de la colonia Roma.
Felicitas, oriunda de Veracruz, se casó en su pueblo natal, tiempo después se convirtió en madre de unas gemelas, sin embargo como no quería cuidarlas le propuso a su esposo que las vendieran, pero éste se negó y ante la insistencia de su mujer terminó por aceptar el trato.
Cuando Carlos, su marido, se arrepintió del hecho le preguntó a Felicitas a quién se las vendió, ella se rehusó a revelar el paradero de sus hijas, por lo que el asunto terminó en una separación.
Felicitas abandonó su lugar de origen y se refugió en el Distrito Federal, se estableció en la colonia Roma, una de las zonas más elegantes de la Ciudad de México en aquellos años.
De profesión enfermera se dedicó al oficio de partera y empezó a traficar con niños, las madres solteras que no querían hacerse cargo de sus hijos se los daban a Felicitas y ella se encargaba de venderlos entre las parejas estériles.
Aunque en una ocasión fue arrestada por vender a un niño, salió en libertad bajo fianza y continuó con su negocio. En una ocasión, una mujer le dijo que si podía practicarle un aborto, labor que no fue nada difícil para Felicitas, pues rápidamente se hizo de mucha clientela; se corrió la voz entre las mujeres de la alta sociedad de que había una partera que podía practicar abortos sin consecuencias. Los fetos eran tirados a la basura en predios aledaños.
Cuando las mujeres iban a labor de parto Felicitas se quedaba con los recién nacidos, a quienes los vendía, algunas veces no encontraba “clientes” que quisieran comprarlos. Los tenía con ella una semana y si no lograba venderlos, entonces los mataba.
En esos tiempos, en la Ciudad de México, las mamás solteras eran señaladas, por lo que algunas se enteraron del negocio de Felicitas y entregaban a sus vástagos a esta mujer, quien bajo la promesa de conseguirles un hogar les pedía a cambio importantes sumas de dinero. Una vez en su poder, Felicitas gozaba golpeándolos, a los que no vendía los quemaba vivos, los rociaba con gasolina y los aventaba como pedazos de leña a un enorme calentador que tenía en su casa. Nadie escuchaba los gritos aterradores de estos pequeñitos.
Su trabajo como partera le dejaba buenas ganancias, lo que le permitió hacerse de una tienda en la calle de Guadalajara, no sin dejar de lado la venta de niños.
Esta mujer no tenía piedad por esos seres indefensos, muchos fueron asesinados, descuartizados y arrojados al inodoro, en algunas ocasiones el drenaje llegó a taparse, pero compró el silencio del plomero.
Mientras más mataba se volvía más cruel y sanguinaria, amordazaba a los niños y los destazaba vivos. Les cortaba primero las piernas, después los brazos, y finalmente los decapitaba, les extraía los ojos, los órganos internos y las vísceras para dárselos a su perro, pelaba los huesos y los quebraba, para finalmente envolverlos en papel periódico y llevárselos en costales a tirar en alguno de los lotes baldíos en las calles de la colonia Roma. La ropa la donaba a orfanatos.
En 1940, la policía descubrió restos de fetos, recién nacidos y niños pequeños en los basureros de colonia Roma. Sin embargo, un año después una denuncia ciudadana al periódico La Prensa, en el que anunciaba el hallazgo de “unas piernitas de niños” en el caño del domicilio marcado con el número 9 en la cerrada de Salamanca en dicha colonia, alertó a la policía sobre estos macabros hechos.
La dirección correspondía a una tienda. El dueño era un joven llamado Francisco Páez, éste narró que se habían tapado los caños del drenaje y, al mandar destaparlos, aparecieron huesos y trozos de carne descompuesta. Primero, el tendero pensó que se trataba de restos de animales como perro o gato, pero había trozos de algodón llenos de sangre y luego apareció un pequeño cráneo. Cuando el drenaje volvió a taparse llamó a unos albañiles, quienes encontraron trozos de cadáveres de niños, entre ellos dos piernas putrefactas pertenecientes a distintos cuerpos.
El reportero avisó a la policía y acudieron al departamento y entraron para registrar las habitaciones. En un buró hallaron una calavera humana. Había también velas, agujas, retratos de niños pequeños y ropa de bebé.
La policía se trasladó a la tienda de Felicitas, pero sólo encontraron a la dependienta y dijo que su patrona había salido muy temprano. Emprendieron la búsqueda y el 11 de abril detuvieron a Salvador Martínez Nieves, plomero y cómplice de la llamada “La ogra de la colonia Roma”, quien declaró que en varias ocasiones Felicitas contrató sus servicios para destapar la cañería.
Ese mismo día Felicitas fue capturada a bordo de un automóvil acompañada por su amante, Roberto Sánchez Salazar, quienes pretendían huir hacia Veracruz. Fue recluida el 26 de abril de 1941 por los delitos de asociación delictuosa, aborto, violación de las leyes de inhumación y responsabilidad clínica y médica.
Sin embargo, Felicitas no estuvo mucho tiempo en prisión, pues el Juez Tercero de la Primera Sala Penal se declaró incompetente para llevar el proceso. En el documento fechado el 10 de mayo, el juez octavo determinó dejar a la partera en libertad bajo fianza, mediante el pago de 600 pesos.
“¡La descuartizadora saldrá en libertad!”, se leía en los periódicos.
Un mes después, Felicitas era noticia nuevamente, se había suicidado en su domicilio. Escribió tres cartas, una para su amante y las otras dos para sus abogados. En todas daba indicaciones sobre propiedades y asuntos legales.
Mientras la prensa escribía: “La esperaban los angelitos a los que no dejó nacer. La habían rodeado alegres, visiblemente alegres…”
Tras su muerte, Felicitas Sánchez Aguillón, alías “La destripadora de la colonia Roma”, “La ogresa de la colonia Roma” y “La espantacigüeñas” se supo que en menos de un año cometió, según la ficha policiaca, más de 20 y menos de 100 asesinatos de recién nacidos, pues en realidad nunca se supo la cifra exacta.
Se le catalogó como una asesina: sádica, descuartizadora, estranguladora, asesina de bebés.
Su modus operandi: partera, realizaba abortos clandestinos y cuando sus clientas iban a labor de parto, estrangulaba a los recién nacidos y descuartizaba los cadáveres, algunas veces los descuartizaba vivos, tiraba los restos en la cañería o los tiraba en algún canal de aguas negras o en lotes baldíos.
Una vez en prisión, Felicitas salió libre por errores en la integración del expediente, pero el 16 de junio de 1941 se suicidó en su casa con una sobredosis de Nembutal.
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