Gabriel era un hombre muy atractivo. Su vestimenta siempre combinaba bien: trajes perfectamente planchados, zapatos lustrados, corbatas coloridas haciendo juego con sus trajes, y un peinado que llamaba la atención por la prolijidad. Llamaba la atención de toda aquella mujer que pasara por su lado, porque dejaba el aroma de su perfume, excitante e inconfundible. Era como él.

Como todas las tardes, se dirigió al café donde junto a sus amigos pasaba largas horas de charlas que pretendían arreglar el mundo. Cuando pasó cerca de tres horas y media de conversación, se despidió de sus amigos y partió por la misma calle en la que todos los días hacía su larga caminata hasta su casa.

Sin embargo, esta vez la calle que se caracterizaba por poseer una luz tenue, hoy parecía mucho más negra. Ayudaba a alumbrarla el pequeño destello de luz de un cigarrillo que encendió, y tras dar una larga bocanada le pareció ver a lo lejos una silueta femenina. Pensó que sería su imaginación, porque a esa hora, en esa calle, la mujer debería estar loca para estar allí. Era muy oscura y peligrosa a la vez. No, no podía ser. Sería su cansancio y el alcohol que empezaba a hacer efecto… De repente un fuerte viento helado lo sorprendió y casi tiró su sombrero. Y al levantar la vista, comprobó que eso que le pareció ver, era exactamente eso: una hermosa mujer. Vestido rojo, guantes rojos, sombrero y zapatos negros, cinturón negro, parecía salida de una película, por su vestimenta y por su belleza.

A medida que se acercaba le parecía aún más bella y enseguida encendió sus dotes de Don Juan empedernido, pues era conciente que todas las mujeres suspiraban por él. No dejaba de pensar, mientras se acercaba, lo extraño de la situación, una mujer tan bien vestida, en medio de la niebla, parada en una esquina sola… ¡Es muy extraño!, -pensó-.
Se acercó y justo ella estaba por encender un cigarrillo, con pitillo, hasta ese detalle le daba un toque de fineza…Por supuesto le ofreció fuego. Ella agradeció levantando la mirada y con su voz sensual e irresistible, le agradeció el fuego que él le ofreció como buen caballero que era.

Su rostro, tapado por el sombrero apenas dejó ver ¡nada!
Esa mujer no tenía cara…Apenas se podían ver los huecos del lugar donde alguna vez hubo un par de ojos, y en la boca lo mismo. No tenía labios, el humo del cigarrillo lo exhalaba por los hoyuelos de la nariz. Gabriel estaba frente a la muerte, y por primera vez en su vida tuvo miedo a una mujer. Se desmayó de la impresión. Al otro día encontraron el cadáver de Gabriel, y así sucesivamente, por muchos meses, aparecían cadáveres de hombres desnudos en ese mismo lugar.

Pero en la misma esquina era común ver la silueta de una mujer esbelta, hermosa a lo lejos, que hacía que cada hombre se acercara para convertirse al rato de llegar a ella, en un cadáver…

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