Era el mes de agosto y en el palacio se llevaba a cabo una gran fiesta a ella llegaban hombres ricos acompañados de mujeres hermosas, en la puerta del palacio se encontraba sentado un pobre niño pidiendo a todos un níquel, hombres y mujeres pasaban de largo sin siquiera voltear a mirarlo por un costado de aquel niño mientras mordía un pedazo de pan duro para calmar el hambre en esa noche de frió invierno y lluvia que caía sobre su frágil cuerpo.

Unos cuantos harapos eran los que cubrían su delgado cuerpo y un sombrero en muy mal estado cubría su rubio cabello, al tiempo que mordía su pan les decía a todos: “tengo frió y hambre, por favor ayúdeme”; todos seguían su camino hacia el gran banquete ignorando al pequeño como si no estuviera ahí.

En ese momento paso un anciano quien también era un mendigo, miro al muchacho y se conmovió de su presencia se dirigió a él y con voz ronca llamo al muchacho para hablar con él; el niño un tanto temeroso se acercó al anciano.

El anciano aconsejo al niño de no pedir en lugares donde hubiera fiesta y riqueza pues esas noches de fiesta eran solo para hombres que querían divertirse con otras mujeres,  le pidió fuera mejor a los cementerios o a las iglesias donde había almas buenas y caritativas que a pesar de no tener más que aquellos hombres siempre se apiadaban de los más necesitados.

Tomando al niño del brazo se lo llevo para que se apartara de ese lugar de donde no iba a poder obtener nada para él, metió su mano en uno de los bolsillos de su pantalón y ofreció al pequeño unas monedas que los ricos le negaban para que con ellas pudiera comprarse un poco de pan.

Del niño nunca se volvía saber nada, dicen que la muerte fue la única que tuvo compasión de el y por eso vestida tambien de mendigo se lo llevo a un mejor lugar.