Roberta caminaba muy decidida por el parque. El terrible viento que le golpeaba la cara, la ayudaba aún más a apurar sus pasos. Era muy tarde, y ya la luz de los faroles de la calle acentuaba la tétrica escena, que tenía aspecto terrorífico en aquella calle solitaria por la cual caminaba.
De repente se detuvo, y la sombra que venía detrás de ella también lo hizo. Muy rápidamente introdujo la mano en su bolsillo y sacó la navaja que Juan le diera ese mismo día, la tomó fuertemente y giró bruscamente gritando con todas sus fuerzas…. Pero estaba sola… no había nadie a quien empuñarle el cuchillo.
La calle se encontraba más que desierta, porque ni árboles casi había. Con su corazón que palpitaba estrepitosamente, siguió su camino con sus zapatos que parecían sacar fuego por ir a tanta velocidad.
La humedad impregnó el terreno, y caían grandes gotas de sudor por su frente y su cuello. Su forma de respirar cada vez se hacía más dificultosa y más acelerada, y el poco abrigo que llevaba encima le pesaba como si fuera una verdadera mochila de plomo.
No había taxis y tampoco autos que circularan como para hacer dedo; y aún faltaba mucho para llegar a su destino. Seguían sin pausa cayendo gotas de sudor desde su frente a todo su cuerpo, que ya estaba empapado, y volvía con ellas, el sonido de los pasos detrás de sí.
Empezó a correr y sus tacos comenzaron a retumbar en el piso, mientras levantaba charcos a su paso. Se dio cuenta muy tarde de que estaba perdida, y siempre con la navaja en la mano seguía corriendo, pero no reconocía ya ni el paisaje. Todo le era desconocido. Las casas que parecían verdaderas estatuas, los primeros autos que vio estacionados, ni un sólo ser humano, algo con vida, ¡nada!
Estaba perdida y sola. Trató de escapar de la sombra que la seguía, con todo el horror que puede sentir un ser humano. De tanto correr se metió en un callejón oscuro y sin salida. El miedo le había jugado una mala pasada. El olor del lugar era nauseabundo y tuvo que esforzarse para no vomitar. Giró para buscar una salida pero los pasos que la seguían la habían alcanzado…
Ante sus ojos estaba el monstruo. La sombra gigante se avalanzó sobre ella, y de un salto la derribó. Le hizo añicos su ropa, los tacones se le perdieron en la lucha. Roberta hizo todo lo que pudo: mordió, dio golpes, patadas, todo lo que una mujer puede hacer para defenderse. También arañó y usó su navaja, y la bestia gimió de dolor. La bestia mordió todo el cuerpo de Roberta, salpicando saliva, y al mismo tiempo bebiendo la sangre que despedía ella. Sus pechos, vientre, brazos, rostro, quedaron irreconocibles.
La bestia se hizo un verdadero festín con ella. Roberta gimió, lloró y cuando la bestia se retiró –una vez que sació su hambre- se fue lentamente, relamiéndose, mientras ella quedó tirada, casi sin poder moverse de las heridas que le había producido semejante animal. Ella perdió el sentido. Luego de pasadas muchas horas, logró arrastrarse un poco, para buscar ayuda que no encontró.
Treinta años más tarde, Roberta continúa luchando con la bestia … en sus sueños, en sus pesadillas, en su imaginación. Mi pobre mamá sigue tirando arañazos, patadas y golpes al aire, gritando en las noches en busca de ayuda, mientras yo continúo buscando a la bestia que me dio la vida a mí, pero se la quitó a ella.
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