Don Seferino descansaba plácidamente. Era domingo, por lo que no tenía hora para despertarse. Ningún apuro. Era su día de descanso.

Cuando estaba en pleno sueño, se sentó bruscamente en la cama y movió la cabeza en señal de enojo, pues unos fortísimos golpes en la puerta lo habían despertado. ¿Quién sería el desubicado que llamaría un domingo a esta hora?

Empezó a gritar, a tal modo de que la persona que golpeaba su puerta pudiera escucharlo: ¿Pero a quién se le ocurre golpear con tanta fuerza y un domingo tan temprano? – dijo furioso-.

Su rostro y la violencia con la que la abrió la puerta, dejaban ver el enojo que tenía este hombre. Cuando abrió del todo la puerta, lentamente apareció frente a él una figura femenina totalmente vestida de negro. La mujer era hermosísima, y él que lo primero que había dicho era “¿qué es lo que quiere a esta hora?” quedó encandilado con su belleza.

El rostro de la dama era perfecto. Sus ojos grandes y negros y su nariz respingada, la hacían parecer aún más bella, sin nombrar la blancura que resaltaba aún más su cabello negro, lacio e impecablemente brilloso.

El anciano cerró violentamente la puerta consternado para no dejar que la mujer empezara hablar. ¡Estaba tan enojado! Y de repente, al entrar se sintió mal y se desmayó. Como pudo, poco a poco, tomándose de la mesa vieja que estaba en su comedor, se levantó. Pensó: “ese rostro lo vi antes”, “yo conozco a esa mujer”.

Buscó en los cajones donde guardaba fotos viejas de su familia, amigos, pero fue en vano. No encontró en ninguna el rostro de la mujer.

Abrió la puerta y se apresuró para seguirla, encontrarla y preguntarle qué quería…

Pero caminó y caminó y se dio cuenta que entre la intriga, la furia y la desesperación por haberle cerrado la puerta en la cara, había terminado en la puerta del campo santo, que no sabía por qué, pero le pareció que la mujer entró allí. Empezó entonces a caminar por las veredas, entre las tumbas, y al llegar a la tumba de Cecilia, la mujer que amó profundamente, y que la vida se la arrebató con una bala que no iba dirigida a ella, se detuvo. Otra vez la rabia y el rencor, se apoderaron de él. Cuánta desesperanza por haber perdido a la mujer que más amó en su vida…

Había pensado en suicidarse en muchas oportunidades, pero sabía que de esa forma, no se uniría a Cecilia. El llanto se apoderó –como tantas veces- de él, y se percató de una presencia detrás de sí.

La mujer que había golpeado su casa, estaba detrás de él, y le preguntó con una voz muy suave: “-¿la extrañas demasiado, verdad?” Ni siquiera se dio vuelta para contestarle a la mujer, pues ya no sabía si la estaba imaginando o era real y solo se limitó a contestar:
“¡no se imagina cuánto!”

La mujer acarició el cabello del hombre con sus largos y pálidos dedos, y él reaccionó dándose vuelta de manera violenta, pues se dio cuenta que no era su imaginación que le estaba jugando una mala pasada, sino que, efectivamente la mujer estaba allí.

Entonces le dijo: “Disculpe señora: ¿nos conocemos?”

Al principio, Don Seferino no reconoció a la mujer que estuvo en su casa hacía menos de quince minutos, pero ella le dijo con total serenidad: “en realidad nos vimos un par de veces”, “¿usted lo tomaría a mal si me siento al lado suyo señor?”

¡Discúlpeme señora! Dijo el hombre sexagenario.

Y se sentaron. A lo que él inmediatamente le preguntó: “¿A quién viene a visitar señora?”

Y ella respondió: “a todos”.

No entiendo, exclamó el anciano…

Bueno, dijo la mujer. Acaso ¿no somos todos hijos de Dios Don Seferino?, ¿no somos todos hermanos?

Él inmediatamente la miró fijo y le preguntó: “¿Cómo es que sabe mi nombre si yo nunca se lo dije”?

-“Te conozco mucho más de lo que puedas imaginarte”.
-“Te esperé en este lugar, en este día, a esta hora, y sé que muy internamente, sabes que digo la verdad, pues tú también lo sabías”

Don Seferino al oír estas palabras sintió como todo su cuerpo se iba erizando, y un gélido sudor se apoderaba de él. Sus labios se tornaron blancos, y sus manos temblaban…

– Hoy es un buen día para morir!- exclamó.

Don Seferino poco a poco se fue calmando, y se recostó sobre una tumba, y sus ojos quedaron clavados contemplando el sol que apenas asomaba. Los cerró lentamente, y se concentró en el perfume de cada flor del cementerio.

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Sin un solo lamento, se fue entregando al sueño más profundo, conciente que la vida se le escapaba en ese momento, como la arena se escapa entre los dedos. Se fue quedando dormido, cobijado por el manto del sol que apenas se dejaba ver y sentir.
Sus rezos al final fueron escuchados y había llegado el día donde se encontraría con su amada Cecilia. Era un camino de ida, no habría regreso, pero eso fue lo que, desde el día en que ella había partido, imploró al cielo. Ahora nada ni nadie los separaría nuevamente.

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