Tal vez no debimos golpearlo tan fuerte. O de repente, debimos contenernos un poco, pero ya nada podíamos hacer. Lo hecho, hecho estaba y no sentí nada al ver ese inmenso charco de sangre alrededor mío.
Al fin y al cabo lo que queríamos era ser libres, y lo logramos. No, no sentí nada al ver a mi captor muerto. ¡Nada!
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Una ráfaga de aire me informó que aún vivía, y desperté de mi sueño, que al fin y al cabo era la única forma que me permitía sentirme aliviada. Sentí los pasos de aquel hombre, que rompían la quietud de nuestra cárcel. Era la hora de comer, y bajaría las escaleras para dejarnos nuestro almuerzo.
¿Por qué nos tocó esta vida a mi hermana y a mi, si al fin y al cabo no hicimos nada malo? ¿Será que el destino es así?

Como de costumbre, estaba de mal humor, y cuando estaba así, no pronunciaba palabra alguna. Se limitó a mirarnos un minuto o menos, y luego cerró la puerta con esa llave gigante, como si pudiéramos escapar de allí.

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Un pequeño filo de luz penetró en el lugar, y era toda la conexión que teníamos con el mundo exterior desde hacía ya bastante tiempo.

Solamente una cosa me hacía pensar que no era el momento de morir: la voz de mi hermana que estaba presa junto conmigo. Tenía un motivo real para seguir viviendo, si es que a eso se le podía llamar vida.

Una sola vez a la semana, -y tampoco todas-, nuestro sayón parecía apiadarse de nosotras y nos traía, junto con la comida diaria, una vela. (Era como si esto le sacara culpa). La vela estaba predestinada a que rezáramos y nuestros rezos estuvieran “iluminados”. Lo que él no sabía era que nosotras ya no le pedíamos nada a Dios, pues nos había abandonado, y nosotras a él. Estábamos seguras que, si existiera Dios, no podía permitir que pasáramos tanta tortura, sin haber hecho absolutamente nada para merecer semejante castigo.

Mi hermana me dijo con voz de llanto quebrado: -Debemos hacer algo urgente.-
-Ya sé- respondí.
-Vamos a volvernos locas aquí adentro-
-No podemos hablar con él- dije
-No pienso en hablar- dijo mi hermana. “Pienso en matarlo”.

¡Mi hermana con tan solo catorce años estaba hablándome de asesinar a nuestro captor!

No voy a negar que esa idea se me pasó varias veces por la cabeza; pero que mi hermana, con tan corta edad me hablara tan seriamente de aniquilar a alguien, me chocaba. Pero era lo que cualquiera diría de alguien que obligaba a dos jóvenes a semejante barbarie. El encierro, el mudo mundo de una habitación sin baño, sin vida exterior. Era peor que una cárcel.

¿Por qué a nosotras? –dije-. Se me escapó de la boca, y mi hermana continuó:

-Es un imbécil en el fondo, porque cree que estamos indefensas, tan indefensas nos cree, que no se da cuenta que si quisiéramos le arrancaríamos los ojos con el cuchillo, tenedor o botella que nos deja a diario-….

Era cierto. Teníamos –si quisiéramos- material como para matarlo…

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Teníamos una casa de campo enorme y preciosa. Todos los días, el sol nos despertaba por la mañana, penetrando en nuestra habitación e invitándonos, bien temprano, a levantarnos para degustar el delicioso desayuno que mamá nos preparaba.

Mi mamá era una señora joven, tenía cuarenta y cinco años, y papá era médico, muy reconocido por cierto. Mi hermana y yo íbamos al liceo, y mamá se dedicaba a las tareas del hogar. No trabajaba fuera de casa, no lo necesitábamos.

¡Éramos tan felices!

A veces –no voy a negarlo- mi vida me parecía un poco aburrida, pero hoy daría todo lo que tengo por volver a tenerla…
Un día cambió radicalmente esa realidad hermosa que teníamos.

Una tarde, al volver del liceo en el ómnibus, pasamos cerca de un accidente… En el lugar había ambulancias y mucha, mucha gente. Entre toda la gente, pude ver a mi papá, tapándose la cara inmerso en un dolor profundo. Nos bajamos del ómnibus y junto con mi hermana, pudimos comprobar que el dolor de mi padre, se debía a que la culpable de aquel alboroto, era mi mamá.

-”La gente es inconciente”, -”Le dan libreta de conducir a cualquiera”…
Miles de comentarios como éstos nos querían consolar, pero era imposible. Aquel camionero le arrebató la vida a mi madre. Venía casi dormido, y también tomado, y parece que todo pasó muy rápido… Eso nos dijeron.

Le arrebató tan rápido su vida, como a nosotros las ganas de vivir. Nosotros no fuimos los mismos desde aquel día.
Con el tiempo, papá comenzó a actuar de manera extraña. Era como si nos celara. Como si hubiese preferido perdernos a nosotras que a mamá.

De día no nos dejaba salir de casa y se justificaba diciendo que si no salíamos de nuestro hogar, no teníamos la posibilidad de pecar, como según él lo hizo mamá, y el castigo del cielo fue que la matara un camión.

Según papá, mamá había ido directamente al infierno por eso.
Tenía todos los días actitudes nuevas, raras, que en verdad nos daba mucho miedo estar con nuestro padre.

Un día me saturé de sus locuras. Lo enfrenté, le dije que no teníamos la culpa que mamá hubiera muerto, y se puso tan histérico, que pensé me daría un golpe durísimo y no podría moverme. Para mi sorpresa, hizo algo mucho peor: tomó a mi pequeña hermana del brazo, y a mí del otro, y nos encerró en un sótano que teníamos en casa, luego de gritarnos cosas horribles a las dos.

Desde ese día estamos acá.
Al principio, pensé que nos dejaría un par de horas para hacernos escarmentar y no volver a hablarle así, sobre todo yo, la mayor. Pero a medida que pasaron los días, solo recibimos de él la comida, y la vela para “rezar”.

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Perdimos la noción del tiempo. No sé si hace ocho, nueve, diez meses o un año que estamos aquí.
No, ya no aguantábamos más. Por eso, esta vez, cuando se abrió la puerta yo lo esperé debajo de la escalera. Estaba escondida, esperando ansiosa el momento que viniera con la “ración diaria”. Lo esperé con la botella en la mano.

Notó mi ausencia y le preguntó a mi hermana dónde me encontraba yo. Ese fue su gran error. Hablar. Sí, hablar, porque su voz, me provocó una mezcla de ansiedad, tristeza, recuerdos, bronca, añoranza por la vida pasada, mucha rabia por lo que nos había hecho, que reaccioné con tanta violencia que me cuesta creerlo.

Con todas mis fuerzas golpeé su cabeza con la botella que se convirtió en mil pedazos, mientras mi hermana miraba incrédula.

Fue cuando cayó al piso que me percaté y tomé conciencia de lo que había hecho.