Ayer, cuando pasé por la ciudad de mi amigo en tren, le vi en la estación saludándome con cara triste. Rubén Bonacorso fue mi amigo de la infancia, chico alegre, de carácter recio y principios notables, se crió en el seno de una familia acaudalada y con el tiempo sus ansias de aventura e independización, le hicieron alistarse en el ejército, en busca de una salida desesperada de su rutinaria vida. Corría el año de 1924 y la guerra estaba en su punto más crítico, debo reconocer que si bien conocía del oficio de mi viejo amigo, mi pensamiento nunca se vio inquietado por su bienestar, no por el hecho de que lo considerase un hombre invulnerable, sino más bien por mi actitud egoísta de preocuparme sólo por aquello que me rodease en ese momento.

Por ende, cuando le vi sentado en el banco entre el noveno y décimo anden de la estación Mulburri, mis memorias se avivaron y por un momento sentí alegría al saber que mi buen amigo seguía inmaculado a los estragos de la guerra, sin embargo, al disiparse el humo de los trenes que estaban arribando a la estación y al aclararse mi opaca ventanilla, pude notar que Rubén  estaba distraído, su mirada en blanco se perdía en el muro de ladrillos que tenía al frente de su asiento a unos cuantos metros, las personas en ese lugar pasaban por su lado sin notarle, como si se tratase de un cualquiera y no de una persona que se encontraba defendiendo su país al costo de su propio bienestar. Pude notar en su manga izquierda el número 43,  que representaba el número de su compañía, y en su solapa un par de alas cruzadas que caracterizaba a los soldados de la fuerzas aviadoras. Su rostro estaba pálido, con ojeras notorias que me hacían pensar en lo difícil que debía ser su situación, la escena era gris y teniendo en cuenta que mi tren no partiría hasta dentro de un par de horas, decidí acercarme a saludar a Rubén, tomé mi maletín y me acomodé el saco sobre el brazo derecho,  mientras caminaba hacia la salida del vagón que daba justo al andén 9 de aquella estación. Recorrí el camino hasta donde se encontraba Rubén, esquivando a mi paso la ajetreada multitud, mientras que en mi cabeza, pasaban preguntas como “¿qué le diré?”,¿Qué habrá pasado con su familia?” y “¿será justo preguntar por su experiencias en la guerra?”, todas estas preguntas se perdieron en mi mente, debido que en el banco donde se encontraba mi amigo, sólo se encontraba un anciano con un traje marrón y sombrero de copa, leyendo un periódico con un seño un tanto malhumorado, -Disculpe señor, ¿ha donde se ha ido el muchacho uniformado que se encontraba sentado aquí hace un momento?-, e pregunté, mientras que el hombre miró hacia ambos lados de sus hombros como si se tratase de un disparate aquello que le preguntaba, y acabó diciendo: -yo he estado sentado aquí hace un buen rato, y no he visto a nadie con esa descripción- extrañado, mire a aquel hombre  como si estuviese bromeando, sin embargo por su carácter serio, no me atreví a repetir la pregunta, me senté a su lado asimilando qué rayos había ocurrido, mientras mi vista se desvió  hacia la primera página de su periódico, en él decía: “Pelotón 43 de la compañía 5 de la aviación militar, pereció en bombardeo enemigo”, mi sangre se heló y mis parpados se abrieron de par en par buscando más detalles de aquella trágica noticia en ese diario, una larga lista de heridos y otra un poco más corta de fallecidos, decoraban la foto del trágico suceso, entre los nombres de la segunda lista, destacaba el del Teniente Rubén  Bonacorso, caído en batalla.

No pude evitar sentir un ligero escalofrío que pasó a ser mucho más aterrador, cuando en la foto del accidente, se podía notar a Rubén, en una de las ventanillas de su avión caído, mirándome fijamente con ojos tan negros como la penumbra del día más oscuro y un gesto desconsolado, como si buscase conseguir paz, después de una muerte llena de guerra, al final sólo pude percibir que mi mejor amigo murió el día antes.