Un sutil velo rojizo cubría la mirada de Angélica y el maquillaje no fue suficiente para tapar las horas de llanto e insomnio enmarcadas en los párpados de aquellos ojos verdes. La incertidumbre hundió sus mejillas y adelgazó aún más su figura. Los nervios provocaron un leve temblor en todo su cuerpo apenas perceptible por todos los que la miraban.

Un beso y un discreto mordisco en el labio que la estremecieron más, fue el anuncio del fin de la ceremonia. Él la tomo de la mano y juntos caminaron hacia la salida de la iglesia. Él conducía a Angélica como exhibiendo un trofeo, ella sólo se dejaba guiar.

Afuera los abrazos de felicitación que recibía su joven y helado cuerpo le recordaban la furia y sentencia de su padre. Sus labios dibujaban una diminuta sonrisa, nadie imaginaba sus sentimientos, sus emociones. Todos auguraron un matrimonio lleno de dicha.

El momento crucial llegó. Ahí estaban los dos solos. Enrique le ordenó que se desnudara. Angélica obediente lo hizo, no quería enfurecerlo. Conforme iba cayendo el vestido de novia y su ropa interior, las líneas verdosas que surcaban su piel se asomaban. Él vio las heridas, pero nada le importó, pues apenas pudo ver en todo su esplendor la juventud y belleza que dan los 17 años de edad, Enrique con su corpulenta humanidad que bien reflejaban sus casi 40 años se abalanzó sobre Angélica.

La noche de bodas duró hasta cerca del amanecer. Enrique por fin había cumplido todas sus fantasías guardadas desde que la conoció, cuando ella a los 15 años paseaba de la mano de su párvulo novio, Jorge. Para Angélica sólo fue la continuación de la furia de su padre, con la diferencia que el hombre que ahora tenía como esposo había flagelado su dignidad de mujer.

La ausencia de caricias y amor, y una violación de Enrique cada noche era el augurio del matrimonio que apenas iniciaba.

Angélica nada podía decir, nada podía hacer, con nadie se podía quejar. Estaba atrapada en la ratonera que su padre y esposo habían puesto para ella. Además con quién podía hacerlo, no tenía aliados: su madre nunca sacó la casta para defenderla; de las pocas amigas que había hecho en la secundaria, nada sabía, nunca más las volvió a ver desde que abandonó la escuela por órdenes de su padre.

Poco salía, sólo para lo esencial: las compras del hogar y la visita obligada a la casa familiar para el cuidado del padre enfermo. Sin embargo esas salidas eran su aliciente, ya que en un pueblo pequeño de provincia era seguro encontrarse con Jorge. Aunque no hablara con él, su felicidad era verlo a lo lejos y saludarlo con una imperceptible sonrisa de amor que sólo ellos advertían, entendían y gozaban a la distancia.

Jorge también con sólo eso se conformaba. No podía hacer más. Si al principio sus fuerzas y argumentos de juventud de nada le sirvieron para luchar por Angélica, ahora menos. Desesperado y desilusionado luego de haberla perdido, se dedicó con ahínco a su carrera de abogacía. Él estaba seguro que con el dinero y el prestigio que da tener un título profesional podría convencer al padre de ella para que aceptara el divorcio de Angélica.

Sin embargo, en el transcurrir por conseguir un patrimonio y una buena reputación, se topó con una mujer que se valió de muchas argucias para atraparlo. Le hizo creer a Enrique que la hija que esperaba era de él. Cayó en la trampa y aunque nunca se casó, vivió con ella en una especie de “matrimonio”, al igual que Angélica, sin amor.

Los dos siguieron por caminos paralelos que sólo sus miradas a la distancia unían.

Ni modo. Ella tenía que seguir adelante y continuar con el yugo a larga distancia de su padre y con el que tenía en casa, el de Enrique.

El encierro y la convivencia con un marido impuesto la avejentaron. Cuando tuvo a su primer hijo ya denotaba la misma edad que su esposo.

Su vida transcurrió entre las actividades propias de la señora de la casa; las de madre de un niño y una niña; las de mujer, que le resultaban desagradables e insultantes; las de esposa-enfermera, que la hacían lidiar todos los días con la hipertensión, las reumas y la gota de Enrique, enfermedades que lo inmovilizaban y alteraban su estado de ánimo, por eso siempre estaba de mal humor; y las de hija-enfermera, por las complicaciones de la diabetes de su padre y los primeros indicios del alzheimer de su madre.

Angélica se mantuvo bajo el yugo paterno hasta el último suspiro de su padre. Como todo tiene un fin, el de su progenitor ¡por fin! llegó y con su muerte también el final de la opresión en la que había “aceptado” vivir.

Dicen que muerto el perro se acaba la rabia, y eso pensó Angélica. No lloró la muerte de su verdugo, por el contrario, la impulsó a tomar la decisión de exigir el divorcio. Y así fue, la ancianidad de Enrique pocas fuerzas le dio para imponerse.

Era el momento para retomar su vida, nada la iba a detener, y efectivamente nada la detuvo, ni siquiera la enfermedad y los achaques de su aun marido.

Con lo poco que tenía y sus dos hijos ya grandes se fue a refugiar a la casa materna, prefería batallar con la enfermedad de su madre que seguir con su otro verdugo.

Al día siguiente de la llegada a la casa de su mamá, feliz se levantó, se arregló con esmero y decidida salió a un bufete de abogados para que tramitaran su divorcio. Cuando llegó mayúscula fue la sorpresa, ahí estaba Jorge dirigiendo la oficina. No tardó mucho en dictarse la sentencia de divorcio. Dejaron pasar el tiempo reglamentario y se casaron. A partir de ese momento iniciaron juntos una nueva vida. Los problemas con la concubina de Jorge no tardaron en aparecer, pero que importaba, ellos al fin estaban juntos.

Jorge con el tiempo se hizo de un buen patrimonio y de una confortable casa que puso a disposición de ella y sus dos hijos. Ahí vivieron en familia por años, y a donde también llevó a vivir a su mamá, que cada día avanzaba más en su enfermedad.

El tiempo pasó y un día Jorge cayó enfermó. A él que no bebía, le diagnosticaron cirrosis. Como el padecimiento comenzó hacer severos estragos, tuvo que cambiar de residencia a la ciudad de México. Rentó un departamento cerca del hospital donde recibía atención de los especialistas.

Entonces la vida de Angélica se dividió en semanas al lado de su esposo hospitalizado en el Distrito Federal  y semanas en Orizaba al lado de su madre que poco a poco olvidaba su nombre, como comer y sus más elementales necesidades fisiológicas.

La vida de Angélica comenzó otra vez a ser una tortura. Sufría por ver enfermo al hombre que amaba, pero también por su madre. Cuando estaba en Orizaba se angustiaba al pensar en Jorge solo en medio de sus crisis cirróticas; y cuando estaba con Jorge se desesperaba al pensar que en cualquier momento le iban a llamar por teléfono para avisarle que su madre había agravado.

Otros tantos años pasó así Angélica al lado de su esposo, que unos días permanecía entubado, otros con excesos de tos, otros más arrojando sangre, y otros más en coma.

Un día Jorge cansado y hastiado de la cama del hospital, llamó a Francisco, su mejor amigo de la infancia, quería que lo llevara de regreso a su casa, a su estado natal.

Cuando Francisco llegó aquel departamento que acogió a Jorge por dos años, todo estaba listo para la mudanza. En la sala un montón de cajas esperaban la llegada de la camioneta que las transportaría hasta Orizaba. Mientras, Angélica, una rubia natural de ojos verdes hacia los últimos preparativos para partir junto con su esposo al pueblo donde nacieron. Él, en tanto, sentado en la cama alisaba y acariciaba sus pertenencias, como agradeciéndoles el tiempo que formaron parte de su vida.

Después de un buen rato, despacio y con una alegre sonrisa, Jorge subió a la camioneta negra que lo esperaba afuera. Todo el trayecto escuchó música y recordó junto con su amigo, las andanzas de su juventud. Se le veía repuesto, todo le causaba gracia, iba feliz, y así estuvo durante todo el viaje.

Al llegar a la casa, con una comida y cerveza agradeció a Francisco por llevarlo de regreso a Orizaba. Con un fuerte abrazo y con la promesa de verse unos días después se despidió de su gran amigo, Francisco.

Dos días después, Angélica llamaba por teléfono a los amigos para anunciar la muerte de Jorge su esposo, del hombre que siempre había amado.

Unas veces animada porque sabía que su gran amor había dejado de sufrir y otras sumida en la tristeza se abandonaba a su suerte. Sus hijos mucho hacían por devolverle las ganas de vivir, ni siquiera el nieto que pronto nacería lograba ilusionarla. Entre los trámites del seguro de su recién fallecido esposo y la rebatinga de la ex concubina y de la supuesta hija de Jorge, llegó la muerte de la madre de Angélica. Ya era demasiado; ella ya no podía llorar más, ya no podía sufrir más. El grado superlativo de su sufrimiento la dejó en estado catatónico.

Ahora Angélica con la mirada perdida vagaba por la casa. Sentada frente a la puerta o a la ventana permanecía por horas y horas, sus hijos imaginaban que esperaba a Jorge.

Apenas diez, once días habían pasado de la muerte de Jorge. Una mañana Angélica ya no salió más de su recámara. Su hija insistente le tocó y al no recibir respuesta desesperada abrió la puerta. En su cama sólo estaba su cuerpo helado. Ella, su alma ya había partido. La expresión de tranquilidad y felicidad en su rostro anunciaba el encuentro con su esposo, con Jorge el amor de su vida.

Ya no hay dolor. Ya no hay sufrimiento. Los instantes son eternos. La felicidad igual. Ahí el tiempo es el mejor de los compañeros. Nada altera la paz. No existe la noche. La luz del día envuelve a los dos en un abrazo cálido. ¡Por fin! juntos. Así lo desearon siempre, desde que Angélica tenía 15 años y Jorge 17. ¡Al fin juntos! Juntos hasta la muerte.

Hay quienes aseguran que el destino o que la suerte no existe. Que sólo uno es el dueño de la propia vida y que sólo uno forja su propio destino, pero sin duda hay quienes nacen con una historia marcada. Angélica y Jorge nacieron con una historia ya trazada, porque hasta la muerte pudieron estar juntos.