Corría el otoño de 1929, cuando dos mujeres pertenecientes a la tribu india Séneca, estaban sentadas una frente a la otra con un tablero ouija entre ellas en la Reserva Cattaraugus en el estado de Nueva York. A un lado Lila Jimerson, de 36 años, al otro, Nancy Bowen, de 66, que buscaba con desesperación el contactar con su recientemente fallecido esposo.

Había sido una muerte inesperada y sorpresiva, que dejó a Nancy llena de interrogantes a los que quería dar respuesta. Pronto los huesos que usaban como marcador comenzaron a deslizarse por el tablero diciendo ser Charlie Bowen, y un mensaje comenzó a repetirse: Me mataron, me mataron, me mataron… ¿Quién lo hizo? , preguntaron las mujeres. Clotilde…. fue la respuesta, a la vez que añadía una dirección.

No había pasado ni medio año, cuando Clothilde Marchand, de 53 años, la esposa de un reputado escultor abría la puerta de su casa.

Un brazo la sujetó desde detrás, a la vez que la otra mano le introducía un pañuelo empapado en cloroformo hasta la garganta mientras la empujaban al interior. Clothilde se desvaneció sin opción a gritar a la vez que la puerta de su casa se cerraba. Nancy Bowen, de pie ante ella, abrió su bolso y sacó un martillo.

Nadie fue condenado por el asesinato, ni siquiera Nancy, considerando el jurado, que un influjo demasiado poderoso, la había conducido a tan horrible crimen.