A su regreso al pueblo que los vio nacer Raúl y Carlos habían decidido escarbar en el patio de la vieja casona de sus padres. La idea de que estuviera enterrada ahí un baúl con monedas de oro, como les había contado su tía, con la que vivieron muchos años al morir sus padres, esta vez los tenía muy emocionados.

A la muerte de ellos, esa casa se rentó a una familia que la habitó durante quince años, mientras que ellos huérfanos, fueron a vivir a la Ciudad de México, con su tía Sonia, hermana de su padre, quien no obstante su avanzada edad , se portó con ellos como una verdadera madre.

Pacientemente esperó la tía durante años para que sus sobrinos concluyeran los estudios de los que no quería que se apartaran hasta verlos graduados. Sabía que al contarles la historia de la vieja casona los distraería de ello, sin remedio. Pero una jugada del destino la obligó a adelantarles los detalles de la misma.

Al caer gravemente enferma, temerosa de morir y llevarse a la tumba el secreto, los convocó a una reunión y les narró la historia. “Miren hijos, pongan mucha atención a lo que voy a contarles: Desde hace muchos años su abuelo sabía que en el patio de la casa de Pachuca había un tesoro enterrado. Parte de su vida y la de su padre la emplearon en escarbar, sin éxito, todo el patio. Pero aún así, ninguno de ellos descartó esa posibilidad, ya que el informe que tenían sobre ese baúl con monedas de oro, se lo había dado a mi papá, un sirviente que por años había prestado sus servicios al primer dueño de la casona, a quien la muerte sorprendió en su soledad”.

Tras escuchar la historia los hermanos se miraron entre sí. Una extraña emoción les había invadido el cuerpo. Luego de escuchar otros detalles, le prometieron a la abuela aprovechar las próximas vacaciones para iniciar la aventura, de la cual aseguraron la tendrían al tanto.

Aprovechando los adelantos de la época, consiguieron un detector de metales, que más parecía una moderna aspiradora de alfombras pero que creían que les serviría para su fin, así que lo incluyeron en el equipaje que llevaron a la vieja casona de la ciudad de Pachuca, su pueblo natal, que a su arribo les trajo muchos recuerdos y sobretodo en donde no faltó quien los reconociera y les organizara varias reuniones de bienvenida.

Rodolfo, uno de sus amigos de la infancia, fue quien más los llenó de atenciones y los paseó por toda la ciudad. Esos paseos, los alternaban con sus programados recorridos por el patio de la vieja casona, en donde suponían que debería estar el tesoro prometido. Hasta el momento a nadie le habían contado sobre la verdadera razón de su estancia en Pachuca.

Jóvenes al fin, aprovecharon el viernes y el sábado para asistir a los centros nocturnos de la ciudad, por lo que se prometieron así mismos recuperar el tiempo perdido el domingo trabajando todo el día.

Esa mañana, Raúl, quien se quejaba de un malestar físico general por los excesos de las noches anteriores, reinició la tarea con su detector de metales recorriendo por nueva cuenta el gran patio. El Sol que pegaba de frente, poco a poco fue haciendo sus estragos en Raúl hasta obligarlo a ir a la cocina a tomar un refresco con unas pastillas para calmar el dolor de cabeza.

Al entrar a la cocina recargó el instrumento en la vieja estufa y se dirigió al refrigerador para sacar el refresco.  Cuando intentaba alcanzar la alacena que estaba cerca de la estufa y en donde suponía que estaban las medicinas, sin querer pateó su detector activándolo. Para su sorpresa, éste emitió un insistente ruido que llamó su atención.

De inmediato concentró todos sus sentidos para tratar de explicarse la causa por la que estuviera sonando. En eso estaba cuando se presentó su hermano Carlos, quien le reclamó: “Apaga esa porquería buey, respeta mi cruda”.

– ¿Qué te pasa baboso? ¡Creo que ya descubrí en donde está el tesoro!

– ¡Estás loco! ¿Qué te imaginas que exista bajo el suelo de una cocina, sino tuberías Buey?

– ¡Tú dirás lo que quieras, pero un sonido parecido no lo ha emitido este aparato en toda la casa! ¡No hay que dejar pasar esta posibilidad! ¡Tráeme las herramientas, no tenemos nada que perder!

– Está bien, voy por ellas. — dijo Carlos aunque de mala gana.

Cuando cruzó el jardín para recoger el zapapico y la pala, a través de la reja vio a su amigo Rodolfo quien pretendía visitarlos.

– ¿No me digas que ya te convertiste en minero Carlos?

– ¡No. Nada de eso! Tengo que romper el piso de la cocina para localizar un… un desperfecto que tenemos que arreglar. — explicó e hizo el intento de seguir su camino escapar de su vista.

– Yo te ayudo, déjame entrar.  – le pidió Rodolfo.

De momento Carlos pensó en negarse ante la oferta, ya que sabía que ese secreto no lo podría compartir con nadie. Pero ante la insistencia del amigo, su incredulidad y la cruda que se traía, lo dejó pasar.

Aunque la inesperada visita no le pareció a Raúl, comprendió que en su estado físico, tampoco podría usar por varios minutos las herramientas para romper el suelo de la cocina y sacar la tierra. Así que aceptó la ayuda y conminó a Rodolfo para que iniciara la ardua tarea. A su hermano lo mandó a comprar cervezas y refrescos.

Luego de escarbar un metro encontraron las tuberías.

– Te lo dije hermano: aquí sólo hallaremos tubos viejos. — comentó Carlos.

– ¡Tú cállate! Por favor Rodolfo escarba abajo de las tuberías y haz más ancho ese hoyo para poder meter este aparato.  – solicitó Raúl.

– ¿Para qué quieres meter aquí esa aspiradora? — preguntó Rodolfo.

– ¡Tú hazme ese favor y según el resultado te explico todo!

Rodolfo no volvió a preguntar y continuó escarbando. Tras acomodar el aparato abajo de las tuberías y constatar que éste seguía emitiendo su insistente sonido Raúl le explicó que estaban buscando un tesoro y creía firmemente que ahí se encontraba.

Ahora sí emocionados, los tres alternaron su trabajo, hasta que en una de esas, el zapapico rebotó al pegarle a algo sólido de metal.

– ¡Aquí hay algo! — dijo Carlos y de inmediato los tres saltaron hasta el fondo del hoyo que ya tenía más de dos metros de profundidad.

Con sumo cuidado, con un marro y un cincel fueron descubriendo poco a poco la tapa de un baúl de metal, hasta que se asomó a la superficie.

– ¡Es la tapa del baúl! — gritaron los tres en coro.

En menos de una hora, pero con muchas dificultades, llevaron arriba el pesado baúl. Ahí le rompieron el candado y lo abrieron.

Cegados momentáneamente por un fino polvo que salió del interior, poco a poco fueron afinando la visión para descubrir amontonadas entre sí un enorme volumen de monedas de oro antiguas.

Superado por la emoción el tremendo cansancio, entre los tres contaron una por una las monedas que contenía el viejo baúl.

– ¡MIL MONEDAS DE ORO! — gritaron y se abrazaron entre sí.

Raúl sabía que vendría lo más difícil: repartirlas. Así que sin mediar explicaciones le dijo a Rodolfo que a él le tocarían 200 monedas y que el resto se lo repartirían los hermanos.

– ¡Eso no me parece justo! ¡Entre los tres descubrimos este tesoro y debemos repartirlos en partes iguales! — protestó inconforme Rodolfo, quien sin esperar respuesta, salió de inmediato de la casa de sus amigos.

Esa actitud dejó desconcertados a los hermanos, quienes tratando de restarle importancia celebraron por el resto de la tarde su hallazgo.

Poco antes de que anocheciera, Rodolfo y tres sujetos quienes se identificaron como autoridades del Gobierno del Estado, se presentaron ante los hermanos para certificar el hallazgo de dicho tesoro.

Tras presentarles sus credenciales, uno de ellos les explicó: “De acuerdo a la Ley Vigente en la entidad en materia de Tesoros, cualquier hallazgo de este tipo debe ser reportado a las autoridades. Así que nos lo llevaremos para dictaminar sobre su destino”.

Los hermanos no opusieron resistencia, pero decidieron acompañar a esas personas hasta las oficinas en donde quedo depositado el hallazgo tras levantar un acta respectiva.

Tiempo después, la autoridad los mandó llamar y les explicó que de acuerdo a la Ley, el Gobierno se quedaría con el cuarenta por ciento de las monedas y el resto se los entregó. Sin pedir más explicaciones, lo hermanos cargaron con su parte y se marcharon en ese instante de Pachuca. El amigo Rodolfo nunca los volvió a ver y se tiró al vicio para inconscientemente castigar su golpeada inconformidad.